Don Pedro no era achaparrado. Don Pedro era más ancho que largo. Paticorto como sus mentiras, tenía más grasa que una orza de manteca. Sus mofletes fláccidos y sonrosados constituían la más palpable demostración del carácter de su dueño. Si en Villa Bermeja, pueblo serrano y ganadero, había un señor con poca pinta de andariego y cazador, ese era nuestro protagonista de hoy. Rollizo, coloradote y con andares de pato mareado, no había en todo el contorno imaginación suficiente para verlo escopeta al hombro siguiendo a una traílla de perros por esos montes de Dios.
Sin embargo, y contra toda apariencia, don Pedro era cazador. Cazador y solitario. Nadie pudo presumir jamás de haberlo tenido como compañero de cacería. Nada más levantarse la veda nuestro protagonista agarraba su escopeta y, como lobo hambriento, acompañado de dos galgos y un podenco, se perdía por los montes del pueblo; más concretamente, por El Acebuchal, que para eso pertenecía a su familia paterna desde varias generaciones atrás.
Muy de mañana sacaba su todoterreno del garaje, acomodaba los perros en sus correspondientes jaulas y enfilaba el camino de la finca. Desde ese momento y mientras un solo rayo de Sol bendijese con su presencia los predios de nuestro protagonista, su vida era un puro misterio. Testigos fidedignos afirman que a lo largo de la jornada solían oírse varios disparos en la finca, disparos que iban acompañados por largos y misteriosos silencios. Luego, con las últimas luces del atardecer, el infernal ruido de una bocina anunciaba su entrada triunfal por la calle Mayor. La taberna de Blas se alborotaba ante la próxima llegada del Mixcóatl (dios azteca de la caza) bermejino.
Un estrepitoso chirriar de neumáticos penetraba hasta el último rincón de Casa Blas. Era la señal. El gran momento del día había llegado al local. La clientela en pleno acudía disimuladamente a la puerta, calibraba el estado de ánimo de don Pedro a través de la cristalera y, después, todos volvían a su sitio a esperar la invitación que invariablemente acompañaba su entrada triunfal en la taberna.
Aquel día se repitió el ceremonial con puntualidad germánica. Los últimos rayos de sol penetraron en Casa Blas resbalando desde los laderones cercanos al tiempo que el rechinar de frenos del coche de don Pedro anunciaba su inmediata entrada en la taberna. Una docena de conejos colgaba de su cinturón. Con andares de Jefe apache, haciendo ostentación de sus trofeos, atravesó el local, llegó hasta la barra y, majestuosamente, extrajo de su bolsillo una cartera tan raída por fuera como bien surtida por dentro.
-Concurrida está hoy la casa, Blas –saludó.
-Más concurrido está su cinturón, don Pedro –contestó el aludido.
-Cierto, amigo, cierto. Hay que celebrarlo; la ocasión lo merece. ¡Doce piezas! Copazo de anís por barba, Blas. Y a otra cosa, mariposa.
-Luego dicen que hogaño la temporada de caza está floja –aduló Frasquito con media sonrisa dibujada en la comisura de sus labios-. ¿Dónde se las apaña usted, don Pedro?
-¡Ay, Frasquito, Frasquito! Si te lo dijera ya se había agotado la mina, amigo. En una hora lo sabía media comarca, y sanseacabó el negocio.
Don Pedro esbozó media sonrisa picarona, dio un cariñoso cogotazo a Frasquito, se zampó de un tirón la copa de anís seco, abonó la convidada y, levantando la mano a manera de saludo, abandonó el local sin mirar atrás.
-Escopeta en mano es un maestro –sentenció Blas.
-Habló la autoridad –interrumpió Frasquito-. Aunque sabiendo que lo único verde que has visto en tu vida es un campo de fútbol en el televisor, yo diría que la autoridad habló por boca de ganso.
-O por boca interesada. Que vaya usted a saber lo que don Pedro se deja en esta casa a lo largo del mes –se preguntó José en voz alta.
-No, si es que no aprendo –se defendió Blas-. Aquí mucha manita por el lomo, mucho don Pedro y mucho amigo Blas, qué bueno eres. Pero vuelve uno la espalda y lo despellejan vivo. Pandilla de comunistas, eso es lo que sois todos…
Como de costumbre, la discusión degeneró en el consabido “y tú más” hasta que una ronda, salida de no sé qué bolsillo, puso fin al debate político-social. A esto se sumó el ronroneo de más de un estómago que andaba ya añorando la pitanza nocturna. Así que mientras bailaba en el ambiente un espíritu malicioso salido de no sabemos dónde, la sesión plenaria del parlamento popular se suspendió hasta la hora del café del día siguiente.
Aquella noche la envidia, mala consejera y peor compañera, anduvo de ronda por medio pueblo. Aunque como hay gustos para todo, algunos dijeron que fue la verdad, ente no menos peligroso que la envidia, quien paseó por las cabezas de los bermejinos como Pedro por su casa. Y nunca mejor dicho, porque don Pedro tampoco pegó ojo esa noche. Mil vueltas dio por pasillos, escaleras, desvanes y cuartos de baño, que cuatro hay en la casa, y en los cuatro dejó huellas de sus visitas, hasta que, al amanecer, cuando ya su ruido no molestaba a la parienta, se atrevió a tirar de las cisternas.
Años hacía que no se encontraba en tantas dificultades a la hora de cobrar un lote de trofeos digno de su fama. Toda la tarde anterior estuvo dando vueltas como un loco para conseguir los doce conejos. Y aún así, hubo de reconocer en su fuero interno que fue Silverio, su fiel mayoral, quien le proporcionó la docenita de piezas. El caso es que entre el costo de la caza en el mercado de Alamillo, el pueblo vecino, el silencio de Silverio, que en este caso no resultaba nada barato, y la tradicional convidada de Casa Blas, los conejos le habían salido por un ojo de la cara.
A esto tenemos que sumarle, como algunos paisanos saben, que salvo en los celebrados días de caza, a don Pedro no se la caía un céntimo ni pegándole en el codo. Más agarrado que el rabo de una sartén, don Pedro sólo abría el puño en las contadas ocasiones en que el encumbramiento de su ego lo requería. Pero todo tiene un límite. Y nuestro paisano pensó que el suyo estaba próximo. Así que antes de llegar a él, dio en calibrar la forma de mantener su buena fama sin necesidad de herir su faltriquera, salvo los gastos absolutamente necesarios, claro.
Si el Caudillo triunfó en el arte de la pesca, ¿acaso no era él un caudillo local? ¿No le rendían pleitesía sus paisanos con la misma devoción con que la rindieron en su día al mismísimo salvador de la patria? Pues, entonces, había que tomar medidas. Por duras que éstas fuesen siempre estarían justificadas vista la altura de miras perseguida: ser un ejemplo para el pueblo. Un ejemplo de lucha frente a la naturaleza salvaje, un ejemplo de constancia y entrega constante y, lo más importante, un ejemplo de victorias ininterrumpidas frente al enemigo. Que eso eran los conejos y demás animales: feroces enemigos que destrozan las cosechas con su salvaje voracidad.
¿Quién se comía los garbanzos antes de madurar? Los conejos. ¿Quién se zampaba el trigo y la cebada cuando aún resplandecían en las enhiestas espigas? Las palomas y las perdices. ¿Quién se embuchaba las brillantes y hermosas aceitunas de su olivar? Los salvajes zorzales. Así pues, ¿qué eran conejos, palomas, perdices y zorzales? Enemigos del pueblo, destructores de las riquezas que Dios puso en manos del hombre. Comunistas, como diría el Caudillo si aún respirase. Si luchando contra judíos, comunistas y masones Franco consagró a España como reserva espiritual de occidente, él estaba obligado moralmente a seguir su ejemplo. Y si con ello llegaba a despertar en Villa Bermeja el mismo respeto y admiración que su fascinante líder, entonces, miel sobre hojuelas.
Después de aquel soliloquio, que duró toda una noche, con las primeras luces del alba don Pedro amaneció a la realidad. Había llegado la hora de actuar. Si el otro caudillo fue el Gran Pescador de salmones ¿por qué no iba él a convertirse en el Gran Cazador?
Dicho y hecho. La del alba sería cuando nuestro hidalgo cazador tomó su coche y enfiló la autopista. Tres horas más tarde vislumbró en la distancia el ansiado letrero:
GRANJA LA LIEBRE
Cría y venta de animales de caza
Una amplia explanada ofrecía su hospitalidad al vehículo de don Pedro. El ilustre cazador aparcó el todoterreno, observó sigilosamente el interior del local a través de una de las ventanas, entreabrió discretamente la puerta de entrada y asomó el morro olfateando discretamente para comprobar que no había vecinos ni conocidos. Volvió al coche, sacó tres grandes jaulones y regresó al local.
-Buenas tardes, veo que viene usted dispuesto a llevarse media granja.
-Más o menos.
-¿Qué le interesa?
-Todo, amigo, todo: liebres, conejos, perdices, tórtolas…
-¿Las quiere ya sacrificadas y limpias? Las tenemos listas para el congelador.
-Nada de eso: vivitas y coleando. Y de camino, pienso para dos meses.
Una hora más tarde, don Pedro tomaba el camino de regreso al hogar. Más concretamente, hacia una finquita recién adquirida perteneciente al término municipal de un pueblecito cercano, y de cuya existencia no tenía conocimiento ni el mismísimo Silverio, su hombre de confianza.
Llegó a su nueva propiedad, metió el coche en el patio y, después de echar un vistazo por todo el contorno, se cercioró de que no había sido observado por nadie. A continuación cerró la puerta y haciendo un esfuerzo sobrehumano fue sacando las jaulas.
Se acabó el ir soltando dinero por todas partes, con un poco de suerte, algunos criarán y todo, se dijo después de dar suelta a los animales en el corral.
Durante varios meses, el negocio marchó sobre ruedas. Hasta que un día Silverio bajó al pueblo a comprar viandas. Antes de regresar a El Acebuchal, tuvo la ocurrencia de detenerse en Casa Blas a tomarse una copichuela.
-A las buenas tardes, don Blas y la compaña.
-Buenas tardes, respondieron a una los contertulios.
Durante unos brevísimos segundos, la taberna se quedó tan silenciosa que se oía el vuelo de una mosca.
-¿Hoy no está el amo de cacería?
-Que yo sepa, no. Ya hace un par de meses que no va de caza por el cortijo, señor Blas.
-Si ya lo decía un viejo bermejino: mentiras de día y pedos de noche, los hay a troche y moche. Y mucho me temo que don Pedro sepa de ese refrán más que quien lo inventó –sentenció Juanete, uno de los contertulios.Aunque Severiano, era más bien garrulo a la hora de hablar, cogía las indirectas al vuelo. Y como no tenía ganas de gresca, y menos por defender a un amo que llevaba dos meses sin requerir sus servicios a la hora de la cacería, pagó su consumición en silencio y se dispuso a tomar las de Villadiego antes de verse metido en un compromiso.
Ya se embocaba Severiano la puerta de la taberna cuando otro de los contertulios acudió de nuevo a la sabiduría popular:
-No, si don Pedro va a resultarnos como aquel viejo que hablaba mucho de caza y la compraba en la plaza.
Y como si hubiese sido convocado por el maligno, en ese momento apareció don Pedro con una ristra de codornices colgada al cinturón. Mal acostumbrado, como estaba en las últimas semanas por culpa de su protomiseria, dejó caer las codornices sobre el mostrador, pidió una copa de anís, se la zampó de un trago y cuando se disponía a recoger su abundante material de caza, Severiano con una falsa solicitud cargada de intenciones, las recogió para entregárselas, pero con tan mala fortuna que cayeron al suelo. En la misma actitud servil, se agachó y cogió una de las codornices de una pata. Un segundo después, la codorniz salía disparada yendo a caer sobre la mesa en que Juanete compartía una botella de vino del país con varios contertulios.
-Vaya por Dios ¿no acabo de pincharme con la puñetera latita que tenía enganchada esta codorniz en su pata? –se quejó Severiano.
Juanete no pudo evitar la curiosidad por conocer el significado de la latita, tomó la codorniz, buscó el dichoso aditamento que lucía el animal y… Se hizo cierta aquella afirmación que con tanta cordura defiende la sabiduría popular: “antes se coge a un embustero que a un cojo”.
Dicen por la comarca que desde entonces, don Pedro vive en el campo y nunca más se le ha vuelto ver por Villa Bermeja y alrededores. Todo por culpa de unas simples palabras que contenía la latita dichosa:
GRANJA LA LIEBRE, cría y venta de animales de caza.
MANUEL CUBERO URBANO
*Cuento seleccionado para la final del I Certamen Internacional de Relatos Torremocha
Muy bueno, me ha gustado mucho este cuento. Te felicito,Manolo...Any
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