Don Flavino de la Oscuridad vivía
en aquel viejo piso desde bien entrado el S. XVIII. Prudente y recatado, había
ocultado su presencia durante varias generaciones de inquilinos. Aquellos
trozos de esencia familiar que habitaban en el corazón de sus inocentes
herederos habían puesto freno de manera continuada a sus fantasmales
tendencias. Fue en la sexta generación cuando todo cambió. Se llamaba Flavinín.
Un calco mío, pensó orgulloso don Flavino segundos después de verlo nacer. Y lo
era, un calco total, travieso, protestón, comilón y con tales ganas de quemar
energía que con apenas diez meses ya conocía a fondo todos los rincones y
secretos del hogar. Esta criatura debe saber de una puñetera vez quien manda
aquí, se dijo una mañana después de tener que soportar una interminable e
infantil meada que alcanzó el último resquicio de las grietas donde habitaba el
anciano fantasmón. Durante toda la eternidad se arrepentiría de haber intentado
imponer su espectral autoridad ante aquel diablillo incorregible.
Fue sólo un ensayo. Un mínimo
golpe de viento en el rostro del chiquillo y una sonrisa espectral lanzada
desde la oscuridad. Desde aquella noche, el niño, armado de un tirachinas, lo
persiguió incansable por todos los rincones de la mansión:
-Espera, espantajo. ¡Cuando te
pille te vas enterar de lo que vale un peine!
¿Qué pecado habría cometido para
convertirse en el más desgraciado de los fantasmas que deambulaban por aquel
viejo barrio?
MANUEL CUBERO URBANO
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