Capítulo II: La Gran Recesión
Luego de ese invierno helado, todos los habitantes de la casona quedaron muy mal. Estaban asustados, temerosos y no se animaban a nada. Ellos se sentían incapaces de soñar, hacer proyectos y pensar en días de Libertad. Todo lo contrario, no hablaban más que de la inseguridad que reinaba en la estancia y vivían atados a sus amuletos que supuestamente los preservarían de todos los males. No daban un paso sin consultar el oráculo y llamar a cuanto adivino y brujo o bruja andaba por ahí para saber cuál sería su futuro.
Un día la princesita Cándida supo que su madre no había muerto, como le había mentido su padre, sino que estaba recluida por orden de él en el torreón del atalaya. Se escabulló a la hora de la siesta y logró ascender despacito hasta llegar a su cuarto.
Allí estaba, una mujer joven extremadamente bella. Con un cabello largo renegrido que le caía en dos trenzas por la espalda. Un rostro que era como de porcelana, color canela y unos ojos negros almendrados que miraban concentrados, la página que tenían frente a sí. Estaba pintando.
- Madre, soy yo – dijo la Niña – Supe que aún vivías.
- Shhhhh– dijo la mujer poniéndose un dedo en los labios – Pueden oírte. Ellos no me dejan pintar ni tampoco escribir, dicen que estoy loca...pero yo lo hago igual.
- Hola Madre, soy Cándida, tu hija – Corrió la princesa y abrazó a su mamá.
- Hola mi amor, siempre te veo desde mi ventana. Siempre me cuentan de ti y se que estás muy bien. Quiero que sepas que te amo.
- Yo también Madre y ahora que te encontré, luego de tantos meses, vendré a verte cada día.
- Muy bien pero que no te vean.
Se despidieron y acordaron encontrarse al día siguiente.
Pero al día siguiente una nueva maldición cayó sobre el palacio del gran caudillo feudal de las Pampas. De pronto nadie podía saciarse con lo que comía. No importaba cuánto comieran o bebieran, siempre se quedaban con hambre y sed.
- ¿Qué sucede Padre? No se me va el hambre, no hay comida que alcance. ¿Es que acaso hay otro conjuro sobre nosotros?
- Ni tú ni yo debemos padecer hambre. He ordenado que nuestros empleados y sirvientes y cada persona de nuestra región, hagan un “ajuste”, se priven casi de todo y solo consuman lo necesario para no perecer. De este modo quedarán excedentes para la familia. De lo contrario moriremos de hambre y sed.
- Pero Padre, ¡nuestro pueblo sufrirá!
- Su sufrimiento será la prueba de amor a su tierra y a su Gobernador. Es el cariño y fidelidad que deben demostrar para seguir perteneciendo a nuestro país Lágrima. Es su obligación, deben sacrificarse…si no ¿quién los gobernará? – dijo Antonio Cabeza de Vaca mientras ordenaba a sus Ministros que aplicaran el más fuerte ajuste a toda la población.
“¡RECESIÓN! ¡RECESIÓN!” Dijeron en letras de molde los periódicos en los días venideros. Y una gran hambruna cayó sobre la casona, el bosque, la estancia y ahora sí, sobre toda la población. Todos enflaquecieron y hasta los niños sufrieron cosas indescriptibles. Vagaban por las calles sin tener qué comer.
¿Cómo podrían derrotar este terrible embrujo? Se preguntaban en el palacio, ¿cómo si el Gobernador estaba tan asustado que no atinaba a hacer nada? ¿Y el pueblo, hasta cuándo aguantaría?
Cándida seguía pensando en cómo hacer para burlar a los guardias que la cuidaban. Quería ver si su madre estaba bien pero el ogro de su padre no le sacaba los ojos de encima.
Fue un día en que se encontraba pensando, sentada bajo la higuera que ocupaba casi todo el patio trasero, cuando se le ocurrió una idea: iría a ver a los indios de la Reserva para preguntarles si ellos tenían algún remedio a tantos males. Ellos vivían muy cerca, hacia el sur, pero estaban separados de la estancia por una gran muralla.
Esa misma noche Cándida montó una mula y se dirigió despacito y sin hacer ruido hacia el gran paredón que marcaba el límite de su propiedad y cuán gran grande fue su sorpresa al ver que la puerta de salida estaba abierta. Pasó sin ningún problema y se dirigió alumbrada por la luz de la luna, a la zona en que unos indígenas llamados pampas, tenían su campamento.
¿Podría encontrar la solución al maleficio? ¿Lograría burlar a las tropas hambrientas y maltrechas de su padre? ¿Quién le había abierto la puerta? Eran todas preguntas que Cándida se hacía mientras cabalgaba en su mulita rumbo al sur.
(Continuará)
(Continuará)
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