El padre Molinero llevaba media vida dedicado a desasnar a las jóvenes generaciones del barrio. Treinta años, para ser exactos. De tal modo era ya parte viva de aquel extraño ente llamado barrio del Carmen que cada comienzo de curso se convertía en una especie de reencuentro con los fantasmas del pasado. Aunque lo de fantasmas es una forma amable de decirlo. Ojalá hubiesen sido tales. Realmente se trataba de reencarnaciones puras y duras de algunos elementos de infausta memoria.
El curso pasado, por poner un ejemplo, fueron tres fantasmas. Juntos y peligrosos, sólo la sangre fría y el conocimiento del material al que se enfrentaba podían garantizar al padre Molinero un posible triunfo sobre aquella terrible marabunta que amenazaba al colegio. Al pasar lista a su nuevo grupo de alumnos se encontró con tres nombres absolutamente familiares. Levantó su mirada, los observó fijamente y, luego de anotar algo junto a sus nombres, susurró: “igualitos a sus padres, gamberros habemus”.
Y acertó. ¿Cómo iba a fallar después de tantos años de experiencia conociendo a fondo aquellos espíritus inquietos? Porque el padre Molinero no sólo era profesor de aquella especie de materia prima tan moldeable como peligrosa al contacto humano, sino que, además, la escasez de religiosos en el centro lo obligaba a ejercer como padre espiritual de la tropa estudiantil. Así pues, junto a su formación científica y humanista, también las intimidades y furias desatadas de aquel ganado pasaban por el cedazo de su mano.
Con santa paciencia y un corazón a prueba de bombas, todo iba sobre ruedas. Hasta que algún superior, agotadísimo en su labor educativa, debió pensar como aquella mamá que cada vez que sentía frío abrigaba a su niño. Dado que el referido superior se encontraba al borde de la locura por culpa de sus educandos, caviló que al padre Molinero debía sucederle otro tanto. Y, en un acto de caridad cristiana, decidió curar su enfermedad en el cuerpo del colega. Puso los hechos en conocimiento del Padre Provincial. Éste, aprovechando una de sus visitas al convento, lo llamó y...
-Verá –le dijo en la seguridad de que el padre Molinero estaría eternamente agradecido por la buena nueva-. Hemos pensado que después de tantos años dedicados a la dura tarea de la docencia, se ha ganado un merecido descanso.
-¿Descanso?
-Sí, claro. Mirando por su salud, hemos pensado –repitió lo de “hemos pensado” por aquello del plural mayestático- que en Cerromágina podrá descansar un par de años o tres. La dirección espiritual del convento de monjitas será para usted un relax que, sin lugar a dudas, le restituirá fuerzas para volver a la pelea con estas jóvenes fierecillas indómitas.
El padre Molinero calló como mandan los cánones. Luego miró disimuladamente la cara del Padre Provincial esperando sorprender ese esbozo de sonrisa que denunciase la broma de que acababa de ser objeto. Pero su superior, como si de un jugador de póquer se tratase, permanecía inexpresivo.
De broma nada, se dijo nuestro amigo en un susurro. Entonces un tenebroso pasillo imaginario se abrió frente a él. Al final, un confesionario oscuro e historiado con mil decoraciones abarrocadas aguardaba su llegada. Algo más lejos, confundidas entre sombras, las delicadas y discretas sombras de un grupo de monjitas esperaba con expresión beatífica la llegada de su nuevo confesor.
Agobiado ante aquella perspectiva, el padre Molinero extendió su mirada por el patio de recreo que divisaba desde la ventana. Dos chavales, ataviados con llamativos pendientes plateados y unos vaqueros convenientemente rotos algo más arriba de sus rodillas, intercambiaban discretamente un par de cigarrillos.
Esos van derechitos al servicio, se dijo con una sonrisa cómplice mientras, con su cuerpo, procuraba escamotear la escena a la mirada inquisitorial del Padre Provincial. Más allá dos preciosas chiquillas minifalderas cuchicheaban intercambiando fotos de sus cantantes preferidos...
… …
-Ave María Purísima.
-Sin pecado concebida.
Sí, amigo lector, lo ha adivinado. Es la voz del padre Molinero. Sin duda cuando usted lo vio acercarse al confesionario no lo reconoció. Cosa lógica si consideramos que el descanso recetado por el Padre Provincial tiempo atrás encontró en su tripa un lugar ideal desde el que traducir los efectos de una vida relajada.
-Padre me acuso de que esta mañana me distraje unos segundos en misa... Es muy grave ¿verdad?... –la monjita, con una voz tan dulce que acabó por provocar en el padre Molinero una suave y reparadora somnolencia, se explayó tratando de convencer y convencerse de que aquella distracción podía acarrearle la condenación eterna.
-¿Algo más? –después de varias décadas oyendo confesiones de su amada marabunta, el padre Molinero aún no acababa de asimilar los nuevos pecados que había de perdonar.
-¿Le parece poco pecado, padre? Yo imploro la misericordia divina.
-No, hija, nada de eso, sí que es un pecado, pero... –después de tratar de convencer a la hermana de que había pecados bastante más graves, concluyó con una extraña penitencia-. Verá, hermana, el tema consiste en que para limpiar hay que ensuciar antes. Así que salga al jardín y grite con todas sus fuerzas “¡priora, guarraaa, caguendiez!”. Después rece un padrenuestro.
La monjita miró al confesor sin acabar de comprender. Éste se limitó a concluir de manera casi inaudible:
-Medite, hermana: ya sabemos que no es más limpio quien más lava, sino quien menos ensucia, pero… ¿qué es la vida sin una poquita de suciedad?
MANUEL CUBERO URBANO
Gracias, Manolo, por este aporte, ¡me encantó!...Any
ResponderEliminar