De lo que voy a contar yo fui testigo: de la traición de la enana, del asesinato de Segundo, de la llegada de la Estrella. Sucedió todo en una época remota de mi infancia que ahora no se si rememoro o invento, porque por entonces para mí, no se había despegado el cielo de la tierra y todo era posible.
Estrella Mágica era el nombre del teatro de títeres que llegó a mi barrio allá por el año ‘68 cuando apenas contaba con cinco años de edad.
Recuerdo bien el día en que sentada en un banco de la plaza vi llegar a un hombre gordo y colorado con larga barba blanca que llevaba una bolsa en su espalda. Se instaló en la glorieta, aquella que nos servía para jugar al “castillo”. Desplegó una serie de elementos multicolores y de distintas formas y texturas, y en menos de lo que canta un gallo, tenía un teatro montado, con megáfono y todo, que llamaba a los chicos.
Pronto llegaron más actores muñidos de hermosos títeres (uno en cada mano) y esa misma tarde tuvimos la primera función.
Era la primera vez yo que asistía a algo como eso. Como ya dije, hoy se me confunden los recuerdos, no se si fue así o si es sólo mi imaginación.
Todo se desarrollaba con tranquilidad y veíamos con alegría cómo los títeres actuaban dentro de esa gigantesca caja, dentro de la cual estaba el escenario. Hablaban, cantaban, hacían chistes y se golpeaban unos con otros.
Recuerdo que uno de los personajes se llamaba Don Segundo y era muy malo. Me impresionaba y asustaba mucho por su voz gruesa y las cosas que hacía. No hay caso, cuando uno es niño, la ficción se confunde con la realidad… ¡Todo parecía tan real!
En un momento la enana, la que estaba vestida de rojo, sacó un cuchillo y con cara aterradora y paralizante de odio, se abalanzó sobre Don Segundo. - ¡No, no! ¡No lo mates! – Dijimos los nenes a coro. Porque aunque Segundo era malo, nadie quería una muerte. No ahí, en la plaza, donde jugábamos a los castillos encantados y las hadas buenas.
Pero la enana siguió, lo apuñaló por la espalda y Don Segundo cayó.
Mis ojos de niña inocente casi se salieron de sus órbitas al ver correr por detrás del telón y por el piso, un grueso hilo de sangre… Y el teatro que se tambaleaba…Y voces…Y gritos…Y el teatro que caía…
De pronto lo comprendí todo: Don Segundo era sólo un títere y quien lo manejaba era el mismísimo titiritero, el de barba blanca, quien estaba parado con un cuchillo sangrante en su mano y decía:
-¡Me traicionaste, contaste mi secreto, lo que me mantenía a salvo!…¡Me traicionaste, me traicionaste! – Miraba fijamente al títere y su cara colorada estaba pálida.
La enana yacía en el suelo, en su mano un títere sangrante y en su cuello, una herida mortal.
ANY CARMONA
*Del libro Luz de soledad
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