El libro es nuestro amigo

El libro es nuestro amigo
El libro es nuestro amigo. Cuando un niño o un adolescente leen tiene la posibilidad de asomarse a mundos inusitados

El valor de las letras

Cuando un niño o un adolescente lee, vuela con su imaginación al infinito. Las letras nos hacen cabalgar sobre mundos extraordinarios, ser princesas entre castillos de ensueño, héroes salvadores de la humanidad o alegres saltamontes rodeados de mariposas y ráfagas de brisas primaverales. Podemos elevarnos con la quilla de algún barco pirata, saltar de una nave hacia el espacio sideral o cruzar la puerta de la realidad hacia sitios fantásticos. La literatura es magia para nuestra primera infancia tanto como aventura en la adolescencia o pasión en la juventud. Los cuentos, poemas y relatos son las alas del alma.

¡Como Alicia en el País de las Maravillas...pasemos juntos del otro lado!


Any Carmona

miércoles, 5 de mayo de 2010

II * MARÍA ROSA 1954 - 1994

Rosita tenía un chango que le “arrastraba el ala”, era un muchacho bueno y trabajador, asiduo concurrente a la iglesia de San Juan Bautista Niño, y ayudante del cura en todo lo que se refería a los arreglos para la misa y para la Comunión de los chicos. Pero no tenía familia, era huérfano y sin estudio alguno por lo que Lucía aconsejaba a su criada que no le hiciera caso en sus pretensiones de noviazgo con ella.

Pero Rosa se escapaba todas las siestas a encontrarse con él en la quebrada. Cada vez estaba más enamorada. Esas tardes de calor abrasador de Catamarca se transformaban en verdaderas fiestas al saber que él estaba llegando a su encuentro. Morocho, de pelo crespo y hermosas facciones, su cuerpo delgado y fuerte quedaba al desnudo para bañarse en el arroyo. Rosa lo miraba esperando que realizara siempre el mismo ritual, tomándola en sus brazos y llevándola en andas hasta la sombra del algarrobo. Allí se tiraban a charlar y hacer planes para el futuro. Dos cuerpos oscuros, dos cabelleras renegridas y dos pares de ojos enormes brillantes de alegría, retozaban en el pasto hasta que la posición del sol les anunciaba que ya era hora de la despedida. Rosita corría a la casa y entraba subrepticiamente por la puertita de atrás que daba a la huerta, sin que su patrona la escuchara.
Finalmente María Rosa se lo dijo a Lucía, que lo quería y que se iría con él, por lo que los Dávalos la obligaron a casarse y le hicieron una pequeña fiesta en la casa, aceptando que dejaran el pueblo para irse a Buenos Aires a buscar trabajo. A los jóvenes tórtolos les habían contado toda clase de historias que daban cuenta de las múltiples posibilidades que ofrecía la gran urbe porteña para chicos como ellos. No conocían a nadie, no tenían donde vivir y tenían poca plata.
Ese año había caído Perón y se había prohibido toda participación política por parte de sus seguidores, ya no había planes de acción social; la famosa Fundación había sido cerrada y destruidos todos sus bienes. No había trabajo, sobretodo en el Interior y la gente se trasladaba a Buenos Aires en búsqueda de una salida laboral que les permitiera vivir. Llegaban por miles y se formaron las primeras “villas miseria”, asentamientos de ranchos en plena ciudad. Eran pobladores del norte de Santa Fe, del Chaco, de Salta, de Catamarca, de La Rioja o de Tucumán (entre otras provincias). Las primeras casillas eran de chapas y cartones mal apeados. En muchos casos se trataba de viviendas transitorias. Sin embargo a fines de los años cincuenta ya eran villas propiamente dichas; pobladas a su vez por familias paraguayas laboriosas, sobrevivientes de las guerrillas lideradas por los comunistas que fracasaron contra el dictador Stroesner. También había bolivianos (campesinos o mineros) contratados en Buenos Aires para hacer el hormigón de los edificios que se multiplicaban en los barrios de clase media, cada vez más numerosos en la Capital.
María Rosa y Juan decidieron instalarse en una villa en Retiro.


- Tengo brazos fuertes y se construir un rancho, ya verás que será por poco tiempo, que pronto nos iremos a una casita y para cuando tengas el crío estaremos mejor instalados. Ya me estuvieron diciendo que me llevarán a una obra de la construcción para ver si me dan trabajo.
- Está bien, pero... ¿mientras tanto, dónde dormiremos?
- En la casilla de mi compadre que es del pueblo, él nos dará refugio.
María Rosa lloraba…¿dónde había quedado el agua cristalina del arroyo, dónde las montañas catamarqueñas, dónde sus parientes artesanos de la cultura santamariana, esos indios dignos porque portaban en sus manos, siglos de sabiduría indígena?
- ¡Quiero volver al pueblo, quiero volver con la Señora Lucía, tengo miedo! – Su voz se había transformado en un grito agudo y desesperado. Fue en ese instante cuando sintió el golpe fuerte sobre su cara y luego otro y otro, hasta que le salió sangre de la nariz.
- ¡Calláte, tonta, ya me tenés podrido!, no ves que aquí se oye todo, no me hagas pasar vergüenza – Le dijo Juan al tiempo que se iba en búsqueda de su amigo, dejando a una Rosita asustada, dolorida y enojada, que no podía creer lo que le estaba pasando.
La vida en la villa era muy dura, no había agua, luz ni cloacas. La suciedad, el mal olor y la violencia estaban a la orden del día. Rosa supo lo que era ser una mujer golpeada y sometida. Juan empezó a tomar para olvidar, decía. Olvidarse de la inestabilidad laboral, del bajo salario, de la discriminación por ser un “cabecita negra” y de la falta de horizontes. Y de tanto tomar vino, se olvidó también del amor que tenía por su esposa a la que obligaba todas las noches a tener relaciones con él, por las buenas o por las malas. Ella para eso era su esposa, decía…Pero Rosa no quería más hijos y no encontraba la forma de hacérselo entender a su marido que para ella seguía siendo aquel muchacho bueno del que se había enamorado…
Un día llegó a la villa un curita, jovencito, casi un chico. Llegó con alegría a pedirles que lo dejaran vivir con ellos, que allí levantarían una iglesia y harían un comedor y una cancha para los niños. Les dijo que Jesús también era el hijo de un carpintero, un obrero, un trabajador y que debían escuchar sus palabras cuando había dicho “…de los pobres será el Reino de los Cielos”.
También los comunistas vinieron a la villa y los de la Resistencia Peronista, todos queriendo organizarlos para que lograran salir de tan terrible situación.
María Rosa escuchaba y callaba, habían pasado más de diez años, sus sueños se habían hecho añicos, se sentía frustrada y desesperada. Solo sus pequeños hijos le daban fuerzas y sabía que pronto haría por ellos algo inusual. Se sentaba frente a su casilla después de que la limpiaba y acomodaba y ponía las chapas y los plásticos que la cubrían del frío y del calor en la posición exacta como para que no se volaran, aplastándolos con piedras y otros objetos, y miraba cómo estaban levantando la iglesia. Observaba a las mujeres y los hombres que cantaban y al Padre Carlos que reía mientras les cebaba mate. ¿Qué les pasaba que no estaban tristes como ella? Esa tarde como a las cuatro, levantó en sus brazos a Silvia y a Adrián y caminó hacia la obra.
- Hola Padre ¿cómo se llama Usted?... ¿Padre Carlos?
- Sí, me dicen Padre Carlos aunque mi verdadero nombre es Charles. Nací en Francia justo al final de la guerra.
- Yo le diré Charles, me parece nombre de actor de cine…- María Rosa lo miraba seriamente con los dos niños en brazos.
- Está bien, ¿y vos cómo te llamás?
- María Rosa, me dicen Rosita.
- Bienvenida a la parroquia, sentate y comete unas facturas.
- Gracias Padre, yo vengo a verlo porque necesito que me ayude. Quiero dejar a mi esposo pero tengo muchos hijos y no tengo trabajo y no doy más y él me pega y siempre está borracho… - Las palabras le salían a borbotones y las lágrimas también.
- Tranquilizate, acá estarás segura, te ayudaremos. Vení sentate aquí, a los chicos podés dejarlos en ese montículo de arena para que jueguen, tomá estos juguetes para que se entretengan…
Rosa obedeció y poco a poco se fue calmando.
En la parroquia ya funcionaba un comedor y una guardería para los chicos más pequeños. Un club de futbol para los varones y un centro de manualidades para las chicas donde pudieron acomodarse los seis hijos de Rosa y Juan. Con ayuda de gente de los partidos políticos que estaban trabajando en el lugar, la muchacha pudo entender que debía hacerle la denuncia a su esposo por los malos tratos. A raíz de este hecho, él finalmente se fue a trabajar al sur, dejándola tranquila y totalmente sola, a cargo de los niños.
- Ya está – pensó Rosita – Ahora podré hacer lo que quiera, trabajar, volver al pueblo o quedarme aquí y buscarme otro marido, pero…¿quién me va a querer con tantos chicos? – Estaba tan desorientada… y lo peor era que extrañaba a Juan – No importa, si total él ya no me quería, él estará mejor sin nosotros y nosotros sin él…sin él…sin él ¿qué voy a hacer sin él? – Repetía la mujer parada en medio del rancho con varios mocosos que la miraban asombrados.


Pero sin él pudo arreglárselas muy bien. Trabajó como empleada doméstica en la casa de la Sra. Anna, la madre del Padre Carlos. Era una familia extranjera del barrio de Recoleta donde le pagaban un buen sueldo en blanco, con obra social y todo. Allí se hizo muy amiga de la hija, la señorita Rocío, hermana del sacerdote “tercermundista”, quien fue su permanente consejera.
Se mudó a un departamento con sus hijos, les dio alimentación, cuidado y educación ya que todos hicieron el secundario y consiguieron buenos trabajos. Con el tiempo, ya jubilada y cuando su hija menor tuvo trece años, pudo regresar al pueblo, a la casa de unos tíos donde le contaron que Juan había andado por ahí hacía un tiempo, buscándola.
Se quedó en Tinogasta esperando que él volviera. Al atardecer preparaba un jugo o una cerveza y un plato de sándwiches, salía a la vereda con dos sillas y una mesita y esperaba…Esperaba verlo venir finalmente, bueno como antes, regresando a sus brazos.

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